Concebido como una enorme instalación efímera, el creador británico eligió cuidadosamente los ingredientes para lograr una atmósfera lo más tétrica posible. Lo primero, la ubicación, un complejo turístico abandonado en Weston-super-Mare, ciudad balnearia del condado inglés de Somerset. Para trabajar a sus anchas se hizo creer a los residentes que estaban preparando el rodaje de una película.
En segundo lugar, un plantel de más de 50 artistas, con debilidad –como el anfitrión– por la denuncia social y el humor negrísimo, decoraron este escenario atípico a modo de galería de arte. Y, por último, unos trabajadores intencionadamente lánguidos y desmotivados, que instaban a las visitas a desterrar la risa y volver a sus casas sin perder un minuto…
Presidido por el castillo de Cenicienta en ruinas, no lejos de allí una nube de paparazis fotografiaba a la princesa tras un fatal accidente de calabaza. En el estanque central también se podía contemplar a la sirena Ariel en versión desdibujada como por un fallo de conexión, junto a un furgón policial reconvertido en fuente.
Los amantes del gore podían deleitarse con las evoluciones de una parca sonriente a los mandos de un auto de choque, o bien observar el afán de un carnicero buscando suministros entre los caballitos del tiovivo.
Todo en este ambiente era desolador, con un tono gris y decadente. El propio Banksy lo describió como «un parque temático no recomendado para niños», aunque paradójicamente los menores de cinco años entrasen gratis. De hecho, su mismo nombre –dismal significa deprimente en inglés– constituía toda una declaración de intenciones.
Aunque tampoco motivaban demasiado los carteles o la voz infantil que repetía, monótona, varias perlas filosóficas, lo cierto es que las cinco semanas que esta atracción permaneció abierta durante el verano de 2015 fueron todo un éxito. Más de 150.000 personas visitaron estas ácidas bofetadas de realidad, dejando en la ciudad unos 27 millones de euros.
Imágenes vía Banksy