Michael Eastman es un fotógrafo autodidacta que lleva más de medio siglo documentando edificios dilapidados en ciudades como Buenos Aires, Lisboa, Milán, Siracusa o La Habana, y cuyo trabajo se exhibe ahora en la Galería JL Modern de Palm Beach en Florida.
El resultado es una cuativadora colección de imágenes de interiores coloniales, modernistas o art-déco, y cuya rica historia se vislumbra pese a su actual deterioro.
Eastman elige bien el blanco de su lente, la aparente soledad de sus lugares, sus colores, y la inevitable nostalgia que provocan, como si fueran versiones fotográficas de los lienzos de Edward Hopper.
De entre todos los lugares retratados, pocos como La Habana para ilustrar ese contraste entre la edad de la arquitectura y el carácter que los años, la improvisación y la precariedad han imprimido al patrimonio de la ciudad.
Muros húmedos y desconchados, suelos gastados de cerámica y azulejo, remates de yeso desteñidos, lámparas de araña sin brillo, lujosas balaustradas oxidadas, pasamanos rotos o mármoles agrietados, son escenas cotidianas en la ciudad que Eastman ha logrado recoger de manera digna y sin caer en tópicos ni paternalismos.
Ni tampoco todos los edificios retratados son inservibles. Buena parte del encanto de sus imágenes reside precisamente en que muchos de esos espacios siguen siendo útiles, como si siguieran resistiéndose al tiempo.
La sala Hollywood en La Habana, por ejemplo, conserva su glamour original y la gracia de sus detalles constructivos, y las viviendas recogidas distan mucho de ser tugurios o meros palacios vacíos, sino que se nos presentan como lo que realmente son: lugares rebosantes de vida, de identidad y felizmente habitados aún por sus moradores.
Y en este caso, que el fotógrafo muestre espacios desnudos, sin gente y sin apenas mobiliario imprime mayor fuerza simbólica a sus imágenes, no para blanquear la arquitectura como si se tratara de una pieza impersonal de museo (como en un sinfín de fotoreportajes del gremio), sino precisamente para subrayar la melancolía que evocan estos lugares, o la nostalgia de lo que en su día fueran.
Eastman nos muestra espacios que se perciben con todos los sentidos, o con lo que algunos prefieren llamar ‘los ojos de la piel’. Quizás se reitere aquí un mensaje que en el fondo es muy antiguo pero no por ello menos relevante. Y es que, como en su día ya pensara John Ruskin, hay que dejar que la arquitectura envejezca como habrían de hacerlo las personas, es decir, con dignidad.