La japonesa Kaori Tatebayashi es una de las más prestigiosas artistas botánicas de Reino Unido. Afincada en Londres desde hace 20 años, su meticulosidad a la hora de recrear la naturaleza no deja de sorprendernos. Buena muestra de ello es The Walled Garden, uno de sus últimos trabajos.

La exposición tuvo como marco la galería de arte londinense Tristan Hoare, situada en un edificio del siglo XVIII muy bien conservado de Fitzroy Square. Durante unas semanas, las salas georgianas se transformaron en espacios mágicos llenos de helechos, zarzas, flores y bulbos de cerámica. Sus plantas trepan por las paredes, serpentean y casi cobran vida ante los ojos del espectador, sorprendido por la calidad de los detalles.

Kaori moldea a mano sus creaciones en gres blanco –procedente del área de Stoke on Trent– y las lleva al horno sin esmaltar, alcanzando una precisión asombrosa. Como modelos, emplea flores y plantas de temporada, muchas de ellas cultivadas en su jardín del sur de la ciudad o recogidas en un parque cercano. Esta pasión por el mundo vegetal es una herencia de su abuelo, otro jardinero entusiasta.

Al no realizar ningún tipo de esmaltado, las obras poseen cierto aire espectral con ese tono marrón tan claro de la arcilla original. Según la lectura que hace la artista, ese aspecto monocromático, casi fantasmal, refleja justamente la fragilidad y la belleza del mundo natural. Un encanto fugaz, imposible de conservar durante mucho tiempo.

Pero la exposición mostraba un poco más del alma de Kaori. Cuando Tristan Hoare, el propietario de la galería, visitó su estudio en Camberwell, quedó maravillado por el entorno que la inspiraba, así que le pidió que lo instalara temporalmente en una de las salas de The Walled Garden. Así, por ejemplo, los visitantes pudieron ver un armario de cajones comprado a un anticuario que había servido para almacenar cientos de mariposas en el British Museum. Paradójicamente, ahora varias de ellas se posaban libres en las paredes de la muestra.

Esa predisposición para la belleza ya estaba en el ADN de la artista japonesa, pues nació en Arita, la cuna de la porcelana de Imari. Además, su familia se dedicaba al comercio de vajillas, por lo que siempre estuvo rodeada de hermosas piezas de cerámica. Como ella misma afirma, es un material que «al igual que las fotografías, tiene la capacidad de capturar momentos; una vez cocida, el tiempo se detiene para siempre dentro de una pieza».

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