El artista venezolano Carlos Cruz-Diez nos dejó este verano a los 95 años. Afincado en París desde 1960, este amante de las vanguardias fue uno de los maestros del llamado arte óptico y cinético.
Su temprana fascinación por el color –anterior incluso a su ingreso en la Escuela de Bellas Artes de Caracas en 1940–, así como por el modo en que percibimos los fenómenos cromáticos, iba a determinar toda su carrera. Una obra que se caracteriza por los efectos visuales, casi siempre de la mano de combinaciones de tonos, que transcurren desde lo sutil hasta lo ciertamente impactante y transgresor para la época.
Es el caso de la «Cromointerferencia de color aditivo» (1974) del aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía (Venezuela), que da servicio a la capital. Unas simples líneas rectas trazadas con colores rotundos sobre los suelos y uno de los muros del hall central parecen contagiarse del continuo ir y venir de pasajeros.
Es este un buen ejemplo de su reivindicación de «una toma de conciencia de la inestabilidad de lo real», puesto que una obra en dos dimensiones parece generar volumen por sí sola.
En otras ocasiones es la configuración arquitectónica la que toma protagonismo, como en «Fisicromía para Madrid» (1991), la macroescultura sinuosa del Parque Ferial Juan Carlos I. Su audaz armazón en voladizo logra dibujar una pincelada de color sobre el cielo, que va cambiando conforme se mueve quien la contempla. Se crea así de nuevo el efecto de algo vivo y variable.
Sin embargo, Cruz-Diez no siempre pretende llevarnos por el camino del vértigo. Sirva como muestra su «Inducción cromática por cambio de frecuencia de doble faz» (1991), instalada en la venezolana Universidad de Mérida. Aquí, el diálogo de colores es más pictórico. Tres módulos idénticos conforman una especie de zoótropo en el que los cortes del tambor se hubieran sustituido por un universo cromático. Es pues, elección nuestra contemplarlos como un cuadro o echar a correr y circunvalarlos en busca del movimiento.
No obstante, si hablamos de monumentalidad, resulta imprescindible citar la «Ambientación cromática» (1977) para la central hidroeléctrica Raúl Leoni de Guri (Venezuela). Las dimensiones hablan por sí mismas: 10 cromoestructuras circulares de 14 metros de diámetro rematan las turbinas de las salas de máquinas, y 11.400 m2 cubren de color aditivo sus muros. Con diseños alabeados en tres dimensiones y multitud de módulos cromáticos, las salas cobran un aire futurista, desvinculándose de su esencia industrial.
Aunque igual de grandioso es su «Homenaje al sol» (1982), una cromoestructura radial de 80 metros de diámetro formada por 32 elementos de acero anclados al suelo de Barquisimeto. Los prismas suben y bajan al desplazarnos por la vía perimetral, pero si nos colocamos en el centro del círculo, quedan reducidos a delgadas líneas rectas, es decir, a la representación del sol que dibujaría cualquier niño.
Obras dinámicas que mutan con el desplazamiento de la luz o del espectador, que transforman colores planos en vivencias íntimas, capaces de dejar atrás la forma para cobrar autonomía propia.
Imágenes vía Carlos Cruz Díez.